“Entonces el Espíritu de Jehová vendrá sobre ti con poder, y profetizarás con
ellos, y serás mudado en otro hombre.” (1 Samuel 10:6)
El anhelo de todo cristiano es parecerse cada día más a su Dios. A pesar de nuestra huma- nidad hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina por medio de Cristo que nos liberó del pecado (1 Pedro 1:4). Pero hemos entendido que cada día se muere a uno mis- mo para seguir tras los pasos del Maestro. Menos de nosotros y más de Él. Muchos hemos elevado ruegos con esto en el corazón: “Señor, hazme como tú”.
En el pasaje con el que comenzamos, Samuel le dijo a Saúl que Dios lo mudaría en otro hombre, y así fue: “Aconteció luego, que al volver él la espalda para apartarse de Samuel, le mudó Dios su corazón; y todas estas señales acontecieron en aquel día.” (1 Samuel 10:9). Muchas circunstancias rodearon a Saúl aquel día que se cumplieron las señales que anunció el profeta. Tantas que su corazón fue transformado.
Dios no es mago, es muy sabio. Él no transforma hombres de la nada y porque sí. No hay varitas mágicas ni conjuros divinos que cambian el corazón de las personas. Simplemente Él actúa y el hombre no puede ser el mismo. Cada circunstancia en la vida del cristiano, tanto buena como mala, es parte de ese trato de Dios para hacernos mejores hombres... mejores cristianos.
La respuesta de Dios al clamor de su pueblo por santidad es un trato. Dios somete a sus hijos a un proceso de perfección: “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro.” (Lucas 6:40). Si Dios no inclina el cora- zón de ningún hombre a Su santa voluntad por arte de magia, mucho menos el de su pue- blo: la Iglesia.
La voluntad de Dios es que seamos perfeccionados, que a cada paso de nuestra vida sea- mos conformados a la imagen de Jesucristo. Sus planes para la Iglesia no son distintos y van de la mano de ese principio: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del co- nocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;” (Efesios 4:13).
Podemos descansar creyendo que todo acontecimiento en nuestra vida es parte del entre- namiento que el Padre ha preparado para mudar nuestros corazones. Y cada vez que pi- damos a Dios ser transformados, él se tomará nuestra palabra muy en serio.
"Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, des- pués que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca." (1 Pedro 5:10)
ellos, y serás mudado en otro hombre.” (1 Samuel 10:6)
El anhelo de todo cristiano es parecerse cada día más a su Dios. A pesar de nuestra huma- nidad hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina por medio de Cristo que nos liberó del pecado (1 Pedro 1:4). Pero hemos entendido que cada día se muere a uno mis- mo para seguir tras los pasos del Maestro. Menos de nosotros y más de Él. Muchos hemos elevado ruegos con esto en el corazón: “Señor, hazme como tú”.
En el pasaje con el que comenzamos, Samuel le dijo a Saúl que Dios lo mudaría en otro hombre, y así fue: “Aconteció luego, que al volver él la espalda para apartarse de Samuel, le mudó Dios su corazón; y todas estas señales acontecieron en aquel día.” (1 Samuel 10:9). Muchas circunstancias rodearon a Saúl aquel día que se cumplieron las señales que anunció el profeta. Tantas que su corazón fue transformado.
Dios no es mago, es muy sabio. Él no transforma hombres de la nada y porque sí. No hay varitas mágicas ni conjuros divinos que cambian el corazón de las personas. Simplemente Él actúa y el hombre no puede ser el mismo. Cada circunstancia en la vida del cristiano, tanto buena como mala, es parte de ese trato de Dios para hacernos mejores hombres... mejores cristianos.
La respuesta de Dios al clamor de su pueblo por santidad es un trato. Dios somete a sus hijos a un proceso de perfección: “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro.” (Lucas 6:40). Si Dios no inclina el cora- zón de ningún hombre a Su santa voluntad por arte de magia, mucho menos el de su pue- blo: la Iglesia.
La voluntad de Dios es que seamos perfeccionados, que a cada paso de nuestra vida sea- mos conformados a la imagen de Jesucristo. Sus planes para la Iglesia no son distintos y van de la mano de ese principio: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del co- nocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;” (Efesios 4:13).
Podemos descansar creyendo que todo acontecimiento en nuestra vida es parte del entre- namiento que el Padre ha preparado para mudar nuestros corazones. Y cada vez que pi- damos a Dios ser transformados, él se tomará nuestra palabra muy en serio.
"Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, des- pués que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca." (1 Pedro 5:10)
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